Para todos los interesados en
la relación entre la Literatura y los estudios políticos y sociales, la ficción
distópica (generalmente desarrollada en novelas) es uno de los subgéneros
literarios más atractivos que se puede encontrar. De la larga lista de
historias de este tipo que se han escrito, tres son las que mejor han ilustrado
la esencia de una distopía: “1984” de George Orwell, “Un mundo feliz” de Aldous
Huxley, y “Fahrenheit 451” del prolífico escritor estadounidense Ray Bradbury.
En esta obra clásica de la literatura estadounidense, Ray Bradbury nos advierte
los riesgos de un futuro deshumanizado y frívolo, en el que los libros ya no
tienen cabida.
La novela de Bradbury nos
traslada a un escenario futurista y distópico de los Estados Unidos (sin fecha
precisa, pero que Bradbury imaginaba alrededor del año 2000), en el que los
libros se consideran objetos perniciosos para la sociedad. Los medios de
comunicación, más desarrollados en el aspecto tecnológico y en cierta forma
“personalizados”, así como el hedónico estilo de vida de esta sociedad del
futuro, no han dejado espacio para las ideas originales, controvertidas y
provocadoras que los libros contienen, por lo que estos se han convertido en
objetos prohibidos. Para erradicarlos, el gobierno estadounidense ha puesto en
marcha un programa en el que los bomberos ya no apagan incendios, sino que los
provocan, quemando las casas de aquellos que se han atrevido a conservar algún
libro.
En este contexto, Guy Montag,
un miembro ejemplar de este cuerpo de bomberos piromaniacos, vive en la rutina
de quemar casas donde se encuentren libros y pasar tiempo con su esposa, una mujer
a la que apenas si conoce superficialmente, adicta a las píldoras para dormir y
a las gigantescas televisiones empotradas en las paredes, hasta que una noche,
camino a su casa, se encuentra con Clarisse McClellan, una adolescente poco
común en esta sociedad del vacío: intuitiva, curiosa, extrovertida, y con un
brillo propio. Ésta será sólo la primera de varias experiencias que sembrarán
el conflicto en Montag, romperán los esquemas con los que hasta ahora vivía
tranquilamente y pondrán a prueba su fidelidad al sistema que protege tan
ardientemente -valga la expresión.
Frecuentemente se comete el
error de relacionar las ficciones distópicas con sociedades actuales más o
menos totalitarias, pensando que las distopías son meras alegorías de los
estados dictatoriales. Quienes cometen ese error, pasan por alto que una
distopía también puede ser una parodia de la hipocresía que muchas veces tiene
lugar en las llamadas “democracias liberales”, así como una advertencia sobre
los peligros de empoderar a dichos estados democráticos, renunciado a las
libertades individuales.
Fahrenheit 451 tiene mucho de
esto. Al escribirlo, Ray Bradbury no estaba pensando en algún estado
totalitario del medio oriente, sino en su propio país, Estados Unidos,
considerado corrientemente como un estado paladín de la democracia y de los
valores del liberalismo. Es claro que a
través de esta novela, Bradbury lanza una crítica mordaz tanto a la censura de
libros y persecución de intelectuales que tuvo lugar en ese país durante los
años del “Macarthismo”, así como a la utilización de la ciencia para la
destrucción masiva, como fue el caso de las bombas nucleares que Estados Unidos
soltó sobre Hiroshima y Nagasaki unos años antes de la publicación de la
novela.
Irónicamente, Fahrenheit 451
fue víctima de la censura y de varios intentos de prohibición en su propio
país, que tanto dice promover las libertades (incluso más allá de sus fronteras),
lo que demuestra que el autor siempre tuvo razón en su crítica. Bradbury siguió escribiendo casi hasta el
momento de su muerte, a los 91 años de edad. Su legado es una basta obra de
historias de terror y ciencia ficción principalmente, y varias generaciones de
lectores dispuestos a defender su libertad de pensar, reflexionar y transmitir
sus ideas. No hay piromaniacos suficientes para destruir ese legado, al menos
no por ahora.
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